Recuerdo cuando
era pequeño que, atisbabas que las fiestas patronales estaban cerca, cuando en
las zonas próximas al río, se asentaban los primeros feriantes.
Los cachivaches,
rulots y furgonetas lo rodeaban todo, para de pronto instalar atracciones
dispares.
Con las primeras
piezas, surgían las discusiones, en torno a qué era todo aquel conglomerado de
hierros y bombillas, o a que efectos producirían aquellos rieles, o ganchos en
suspensión.
Lo que nunca
generaba ninguna duda, era la atracción que primero se instalaba, y que es
aquella en la que todos nos hemos iniciado en el mundo de las ferias y atracciones; me estoy
refiriendo a los caballitos, también conocidos popularmente como tío vivo.
Mi pueblo, Molina
de Aragón, con apenas 3.500 habitantes, nunca ha sido de tener gran conjunto de
atracciones con motivo de las fiestas patronales; pero sus cuatro o cinco
atracciones nunca han faltado en los primeros días de septiembre.
Recuerdo
perfectamente el hecho de hacer cola con los amigos, y la de salir corriendo
hacia los distintos artilugios que había, en cuanto sonaba la ensordecedora
sirena.
Si hablamos de los
“caballitos”, donde los camiones de bomberos con campanas lo imperaban todo, y
unos caballos que subían y bajaban eran los más demandados, recuerdo
perfectamente que mis favoritos eran los columpios que, con la inercia de las
vueltas, se inclinaban sobre el aire, dando rienda suelta a miles de juegos e
imaginaciones, y también como no a trastadas, como escupir a los que iban en
los columpios de atrás…
Parece ser que los primeros “caballitos” instalados en nuestro país, fueron allá por el año 1812, el año de la “pepa”; cuando el Ayuntamiento de Vitoria en lo que era la zona de esparcimiento de la ciudad, y que apenas llevaba inaugurada unos años, el paseo del Espolón, permitió a un francés de nombre Sebastiani, la instalación de “un circo con cuatro caballos de madera, movidos por unos engranajes y una rueda”.
Pero, y esta es la cuestión, ¿por qué a una instalación en forma de carrusel, se le denominó tío vivo?
Para esta cuestión
tenemos que acudir al Madrid de mediados del siglo XIX; en lo que hoy es el
Paseo de las Delicias, un señor llamado Esteban Fernández regentaba un populoso
carrusel de caballitos que a lo largo del año servía de mini parque de
atracciones para los niños y niñas de la capital.
Corría el año 1834, y la regente María Cristina, viuda de Fernando VII, y madre de la futura Isabel II, se veía obligada a hacer toda clase de vericuetos políticos para ganarse el favor de los liberales, frente a los conservadores que apoyaban la idea de Carlos María de Isidro (hermano de Fernando VII), el cual pretendía el trono para él, no reconociendo la Pragmática Sanción que permitía derogar la Ley Sálica y que por ende una mujer pudiera reinar.
Justo con este
panorama político y proveniente de la India, llegó a España una gran epidemia
de cólera, que en nuestro país se cebó en las ciudades de Vigo y Madrid,
contándose en esta última por cientos los fallecidos cada día.
Los primeros casos
de cólera en Madrid, se dieron a finales de junio de 1834, y aunque el Gobierno
en un primer momento lo negó, lo cierto es que el 28 de junio, junto a la
regente Mª. Cristina y la familia Real, (Gobierno y Familia Real), huyeron al
Palacio Real de la Granja de San Idelfonso; cuestión ésta que generó gran
indignación entre los habitantes de la capital.
La inminente
guerra que se apreciaba en ciernes, la inseguridad, y la misma epidemia,
hicieron que se desorbitaran los precios de los alimentos, y a todo ello, se
sumaba el hecho de que Carlos María de Isidro se proclamaba heredero al trono
en Elizondo (Navarra); cuestiones estas que convirtieron a las masas populares
en un polvorín de indignación y desasosiego.
Justo en esos
funestos días surgió el rumor por todo Madrid, de que la epidemia venía porque
las clases altas, y los frailes, con el ánimo de acabar con la pobreza, la
indigencia, y de quitar a apoyos a la causa “isabelina” de Isabel II, habían
envenenado las fuentes de la ciudad; lo que conllevó a un motín de la población
contra conventos e iglesias, conocido popularmente como la matanza de los
frailes.
Fuera como fuese,
es que fruto de aquella epidemia, el promotor de aquel carrusel del Paseo de
las Delicias, también cayó víctima del cólera, y tras varios días de
enfermedad, expiró en una calurosa tarde de agosto…
Al otro día el
cortejo fúnebre del tío Esteban que es como popularmente se le conocía en la
barriada, se dirigía hacia el cementerio, cuando de repente, del interior de
aquella sencilla caja de pino crudo, se escuchaban golpes y gritos diciendo “que
estoy vivo, que estoy vivo…”
Atónitos la
familia y amigos de Esteban retiraron la tapa, para al momento ver levantarse
del féretro al ilustre dueño del carrusel de Delicias.
La cuestión es que
la anécdota corrió por todo Madrid, llamando desde entonces a aquel carrusel
los caballitos del “tío vivo”, siendo esta la razón por la que la populosa
atracción se ha conocido con el devenir de los tiempos con este curioso nombre.
FINEM.